A veces parece que uno no tiene nada que decir cuando, en realidad, lo único que desearía es poder decirlo todo de una maldita vez.
Pasearse desnudo, despreocupado ante la mirada de los demás. Cómo cuando estábamos sin domesticar y éramos auténticos y el mundo se iba desplegando mágico a cada paso que dábamos. Cuando el pasado y el futuro no significaban nada.
A veces las palabras se le amontonan a una en la garganta y a fuerza de no pronunciarlas, acaban huyendo hacia adentro, rebotando en los muros de nuestros abismos internos en un eco sin fin.
En un estruendo mudo que crece con cada palabra que callamos.
A veces el silencio es el único grito que somos capaces de dar.