El verano ya está aquí aunque este año ha entrado templado.
Está pesado, con afán de parir sofocantes y tórridos días, no termina de romper
aguas y con cada contracción nos deja
madrugadas frescas.
Aún así, la pasada noche fue igual de buena para celebrar la
llegada de la época estival y decidimos salir a cenar. Elegimos ese restaurante
con la condición de que nos acomodaran en un reservado ya que nos apetecía
disfrutar de cierta intimidad.
Cuando llegamos no existía tal reservado y el camarero se
limitó a ponernos delante de la mesa un biombo que nos separaba del resto de
los comensales.
Era un biombo con carácter de biombo, reservado y discreto,
gustoso de tapar lo que nadie quiere que se vea. Era un biombo precioso,
alegre, brillante, colorido y cumplió su cometido a la perfección, como buen guardaespaldas.
La velada se alargó demasiado y sin que nos diéramos cuenta, nuestro biombo no aguantó más y de repente se desplomó. Se oyeron gritos, una
pequeña algarabía y después silencio. El biombo fue retirado por el camarero y
no supe de su destino. Pobre biombo… ¿Alguien se fijó en lo bonito que era? ¿Y
de lo bien que cumplió su función? Nos protegió del viento, del ruido, de
miradas; que menos que darle las GRACIAS.
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